El sol deshojaba sus últimos pétalos de luz; el desvanecimiento del ocaso era prevaleciente y silencioso. Isabel barría las hojas desprendidas durante la tarde y formaba varias pilas de ramas secas. Su nieto se entretenía con una mariposa que llevaba quebrada un ala. Sosteniéndole con ambas manos, le observaba con dulce asombro; los colores de las alas se reflejaban en sus pupilas. Su abuela se hallaba envuelta en preocupación. Apoyada en la escoba, miraba perpleja los montículos de hojas.
-Ha fallecido Doña María –se murmuró tristemente. –Quién lo hubiese adivinado... Pero la vida es así.
El niño había elevado sus brazos y la mariposa se preparaba para volar. La anciana proseguía ensimismada. El pequeño se paraba en puntas de pie, estirando su cuerpecito como si quisiera alcanzar el cielo. Una sonrisa le conquistó y por fin la mariposa partió. Se fue veloz aun con el planear trabajoso.
Ya el sol parecía una vela extinguiéndose en el horizonte y en la cima palpitaban las primeras estrellas. Isabel quemaba las hojas. El humo era un hilo gris que se descosía desde aquella esquina del pueblo. De pronto el nido de golondrinas enmudeció. El muchachito, al acercarse al silente árbol, empezó a tararear una canción que su abuela le había enseñado. Isabel miraba el fuego, ojos nostálgicos y rostro serio; no se movía en absoluto.
-Le embargaron la casa a Don Jesús –se dijo. –Y le echaron del trabajo. Dónde iremos a parar...
Las golondrinas habían comenzado a cantar. El niño, al arrimarse a la mujer, la tomó de una mano. Ella se agachó expresando una enorme ternura, le besó la mano y luego el alegre rostro. Le hizo cosquillas. Los dos rieron a carcajadas. De inmediato le susurró cariñosamente:
-Eres el amor de mi vida. –Lo abrazó. –Todo lo hago sólo por ti, corazoncito mío, sólo por ti…